En ese tono de voz imposible que siempre nos tomaba por la garganta y que tuvimos para contemplar. Allá, al fondo, los recuerdos. Allá sostuvieron nuestras cabezas el techo del mundo donde se junta la vida para demostrar que habíamos vivido. Era hora de cantar alto, en voz, alto, los ignífugos cantos que contuvo el corazón.
Nos gustaba por entonces doblar el tiempo como si fuese materia en nuestras manos. Índice del futuro, reconstruido a cada paso, sembraba hierba como en un pasadizo visible para nuestros ojos. ¡Qué amar! ¡Qué proyección! ¡Qué magia! Íbamos las manos llenas de esperanza. Íbamos en el tono de luz de esa que nunca atardece. Atrás, el pasado desgarrado, quebradiza piel como lejana huella.
Desierto. Tarde. De día, tarde. Sin sospecha de que aún llegue la noche. Tarde para el silencio común que es la tarde y para el suspiro de la noche. Viene sin sospecha en la mirada. Mirando al fondo. Porque la amaba. Miraba al fondo. ¡Como si el fondo no tuviese al final un agujero de tarde! Porque es la noche que veían completa y la tarde, esa tarde que entre los dedos se escapaba como bala perdida... tarde, dirían tarde.
Qué le pasa a la noche que preparando pensaba sin ti otra vez como estando debajo de la cama en una noche de casa encantada. Cada vez que te pienso, piensas. Goteo y olvido en el olvidarme. Para que te quedes dulce y fresa. Para que regreses ruinas por todas partes. A los pies de la vida. Habitación del viento lejano y fresco. Lejano mar, a veces. Multitud de mundo. Incomparable soledad. Sin tarde y ahora.
Era como si hiciésemos pompas de cristal, frágiles, bellas: huecos en el aire, a través del cual nos mirábamos. Sonreír. Tocarnos y sonreír. ¡Qué hermosa mirada nos contemplaba! No soy yo: era el mendigo que me habita. Nos habitaba la noche. Una hora sin ti, otra vez, pensabas. No tengo nada para darte. Aún menos pedías, en ese auge, torrente, agua, por el cual éramos arrastrados, otra y otra... Se estaba preparando el desastre; pero aún lejos; más lejos que el rayo o el trueno, la alta cascada. Tal vez tan lejos como las tierras de la otra vida.
Llevábamos las puertas abiertas, sus sombras, algo de aquellas miradas que las habían traspasado. Quedaban ellas fijas, perplejas, de piedra. Seguían cayendo las tardes sonrosadas. Se despertaban a su paso los recuerdos. Recuerdos casi de haberlo hecho, casi de cosas reales, con sus huecos de sol y sombras. Sonríen, dicen y mienten. Engañan como si esa fuese la realidad, ciegamente convencidos de su fantasiosa verdad, pues los hacen llorar, desconsolados como si en ello les fuese la vida.
Solíamos pasear en la confusión de nuestros pensamientos. Entendíamos al ruido, ese mimo de los gestos, joven e infantil como un niño sorprendido ante cada cosa, sobresaltándose con el gesto de huir, queriendo al mismo tiempo ser apresado. Llevaba la infancia pegada a sus ropas, con un andar casi infantil, sorprendido según los patios, las tardes, las puertas fijas y abiertas, pasaba delante algo como si nada.
El miedo de morir, los ojos. La luz se apoderaban del ellos sin que se pudiesen defender. A veces cortes. Ilusión de estar cegado, modo standby. Se alegraba de ese blablabla que producía la oscuridad. Alegre de lo ausente sin procedencia sonora también. Era amante de la larga marcha. Se unían a él los desconsolados. Todos con vendas de tela negra sobre los ojos y con grandes cascos que herméticamente estaban posados sobre los oídos. Iban en la misma dirección con pasos pausados, silenciosos y limpios.
Va ya el viento cerrando mares. Noches solas. Patios desbordados. Es lluvia de mar joven. Turno del baile. Acorralada noche. Nidos de luz que nadie conoce. Se apoderan los cortes de la tristeza. Hacen magia. Un resto de mente habla en un rincón sola. Ni se escucha. Ni existe más que en los susurros amantes.
Hacia viento. Aquel que la mayoría seguíamos sabiéndolo o no, cada cual a la manera que le había tocado en el lote de su entorno. Hay que decir que quien más quien menos ignorábamos esto. Pero daba igual saberlo que no saberlo: hubiésemos pensado lo mismo, pues creíamos que no estaba determinado -espejismo en el que cada cual vive tomándolo como exacta realidad. Pero es esa la realidad dicen a la que todo humano se encuentra encadenado. Es así la naturaleza humana. Una de las cuestiones más apremiantes era la manera de salir ilesos, o con heridas no mortales. En todo caso salir para tener ganas de contarlo.
Y hoy la mañana se queda sola. Iba encantadora sin saber de nadie. A pedir de la vida. A hacerse un maquillaje de tarde. Para participar con los edificios en la jugada de las piernas, toca tambor y guitarra, rodeados de vecinos, así se había montado la fiesta. Recorrían las sombras las paredes más grandes que las candelas de leña de puertas viejas que algún truhan sonriendo había con un martillo destrozado.
Era una celebración tu vestido, definitiva, audaz. Andabas por las calles los brazos al viento como en un juego de hojas, un juego de arena y playa, definitivo viento siempre presente. Esto sucede aún ahora en el recuerdo, con sus largos pasos, sus laberintos, su afán de no estar solo. Y grita el recuerdo: quiero quedarme, no me sientan bien los laberintos solitarios, con sus calles que nadie ha recorrido, laberintos de falsas palabras de cartón piedra, más duros que el mármol. No quiero quedarme en este mar de pasos que nunca han estado porque son pasos fuera del recuerdo donde es leve mi presencia.
Su pelo mojado le llegaba hasta su boca. Se escurría como cera hasta sus manos. Los pies de piedra. Acababa definitivamente con todos los momentos. Le duraba poco la tarde, casi nada quedaba en sus alrededores: ni los grandes parques, con sus árboles mirándola perplejos, ni los abrazos de los parques. ¿O era su contorno lo que no hacía bordes? No sé. Se preparaba toda la vida como para hacer fuego con los restos -para no recordar; algo así como cenizas y vida nueva-. Era como celebrarse a así mismo: una fiesta de alegría sin cosas, solo el esencial equipaje para un ratito en la vida.
Tuvo que olvidar los recuerdos; su hilo de palabras. Perdió entonces la indiferencia, demasiado grande, inflada; algo así como lo que crece desbordándolo todo, invasión de la boca, de los ojos, las manos llenas, reseco el corazón, un pegajoso dulzor que no se olvida fácilmente.
No estaban allí todas las esperanzas. El aburrimiento ausente. El sosiego de las impresiones. Y aquellas manos entumecidas por la brutalidad del hielo, la piel abierta a punto de reventar. Parecíanle la tela armas recias; las uñas, anclas de carne. Una mezcla de memoria de cosas pasaba por el tacto tan invisible que nadie podía haber afirmado su existencia.
Iba y compraba cuando todo estaba cerrado. No le quedaba otra opción que entrar por la puerta trasera. Le subía la adrenalina de los pies a la cabeza como un chute de alta tensión. Aún permanecían las ventanas cerradas, con cara de no quiero saber nada de la calle; ¡como si no fuese a salir! Eso no se lo cree nadie. El calor se concentraba, sobre todo en la cabeza bajo el pelo: casi un picor mordiente que no te permite pensar en otra cosa. Nervios y desazón. Intranquilidad progresiva mientras avanza el amanecer. Tenía que salir. El lo sabía. En algunos de esos momentos del tiempo saldría y surgiría otro yo vivencial con repentinas sensaciones. Algo así como que el próximo acto sería como siempre gratificante. Después vendría la calma; esa calma que no se parece en nada a todas las demás calmas. Se entumecía el dolor, tanto el físico como el del alma. El inconsciente se despojaba de sueños. Dejaba la mente como si este fuese el primer momento vivido. Un momento sin antecedentes: limpio como el empezar.
De tanta espera se hace el tiempo como la piel espesa. Nos tenía despiertos, ojos abiertos y garras. Tal vez, casi asustábamos nerviosos truhanes hambrientos de bocanadas de la vida. Parecía nuestra distracción la madre de todas las cosas, huidizas y ligeras. Husmeábamos en cada ventana abierta como el que busca encontrar escena para el deleite; pero nada más mirar nos venía terrible decepción inaguantable; madre esta del profundo tedio de la vida cuando el amor no lo ocupa. Gracias a Dios, ya era noche casi cerrada, empujaba casi a la vez ambos párpados, mientras se anunciaba el largo bostezo de la noche.
No creíamos en la fiebre del sudor hasta que nos llegó. Nos llegó así como la lluvia. No muy lejanas estaban las sorpresas de las sombras. Allí, en el lago, se realizaban los hechizos. De ellos vivíamos tras cada fracaso. Despiertos, mientras llegaba la noche, antes de que se revelaran los sueños, y nos dejaran solos con nuestras pequeñas cosas, tuvimos que vivir con los restos que nos dejaba la vida.
Amenazábamos siempre con la eclosión de las palabras. Así como el perfume; el nuestro, de nuestros cuerpos enlazados. Era la cama como un devenir, llena de gatos en celo, rabiosos, furiosos, así. Chillaba la fiebre: esa enfermedad de deseo, de la satisfacción. Sequedad de boca y agua, bebidas hasta congelarnos los labios. Nos esperaba una larga noche tremenda.
Del baile de los locos. Febril orquesta dando ritmo a los delirios razonantes. ¡Parecíamos tan normales, bellos y semejantes, que creíamos que eran las cosas quienes desvariaban. Como por ejemplo. Los microbios nos como como el vampírico parásito se como a su huésped mientras daban vuelas de colores como la brillante ruleta de casino. Recordábamos los ruidos como si fuesen imágenes de la misma manera que algunos recuerdan. Daban vueltas las puertas de las casas alrededor de las plazas como si estuviesen en un baile. Recordaban otros las veces que sus pechos eran protuberantes, así, como sintiéndose mujer en su naturaleza equivocada. En los espejos se miraban fingiendo llevar vestidos psicodélicos, tal vez bajo el efecto del prolongado tratamiento. Comían otros los ruidos como si fuesen deliciosos pasteles, delicias para sus desdentadas bocas de psiquiátrico. Había también los que contaban su maravillosa infancia a aquel con quien se encontraba en el jardín o en los pasillos, siguiéndolos por todas partes a pesar de los golpes recibidos; porque su vida chapoteaba en su mente como maravillosos juegos de jardines encantados. Habían los que creían que las cosas salían y se metían todas en su cuerpo, placenteramente para unos, con terrible dolor para otros, algo así como estallidos de volcanes o como encarnadas sinfonías. Para muchos no existía diferencia entre interior y exterior, algo así como un océano de fluidos de líquidos, elástica carne y objetos sin rigidez. Tornaban en agitado torbellinos los gritos y las emociones, a la vez, aunque ellos parecían vivir en el espeso silencio. Sorprendente era aquel que ponía sin pausa alguna, día y noche, con gran dilatación de los orificios de su cuerpo, huevos semejante a los del avestruz.
Mejor un buen futuro que el triste pasado. Mejor cada momento absorto, embebido, ruin para vivenciar la vida en cada detalle. En esto, como siempre, se veía lento el viaje: ¿dónde? Siempre se borraban los pasos: esa tierra que incuba la propulsión del futuro; esa eclosión que a veces es solo exterior: este enfermo de la enfermedad de las estaciones, los ritmos yendo a su bola loca, la pública fiebre que no acepta lo estacionario: orquesta de los recuerdos en los casinos de la pérdida: temblor de los nervios secos en el agrietado banco de madera. Más valdría que la nieve ahogara, la boca bajo el frío nivel, manos en los bolsillos del viejo abrigo conseguido en aquel centro de beneficencia. Tendría que volver; pero no, no; debería congelar la sangre antes del amanecer; precipitada ante la mirada de los policías locales que acaban de pasar en su esplendido coche. Le hicieron una señal, como indicándole que las ordenanzas prohibían pernoctar en los jardines, al aire público también: nos indicaba esta última frase (bien construida pero aparentemente sin sentido), debido a que la llegada del aura, aquella enfermedad que le sacudía hasta los cimientos, le indicaba el principio de la elaboración de los delirios sobre la secuencial combinatoria de los números probando el azar a su gusto. No tenía tampoco a donde ir, o eso le parecía a él. Creyó descubrir una secuencia. Sacó la libreta donde las apuntaba. Esa misma que poco después se escurría entre sus dedos.
Pasar y pasar. Entonces. Después: varios volveré, "estate" seguro, porque te lo digo en contra de lo que puedas pensar. Ese no volver que nos atormenta. Pues las calles parecen ir despacio, demasiado despacio. Si recuerdas les poníamos nombres hasta llegar a la Calle de la Desesperación. Veíamos también como cada puerta se alejaba, insegura sobre si quedarse. Mejor pasa desde lejos el tiempo: sin reloj que nos marque la hora del dolor. Cada vez más lejos: como si retrocediese el Tiempo en el espacio, dejándonos solos, sin amenazantes marcas.
En el agua, me dices: ¿Y qué? ¿Café? --Te sigo. --¿Un cigarro de humo? --Quizá. ¡Por qué no! Hemos vivido varias veces esta escena. ¿Verdad? --Sí. Son las mismas calles. Por ellas nos llevaba el paseo. --¿Para no volver? --No sé. En este punto nadie lo sabe. Algunos ni volvieron. --No me acordaba ya de lo que dicen. -- Así es la memoria. ---Sí, insegura. --Y en este tiempo qué hiciste? --Tomé aire de mar y te pensé. Te veía cada vez detrás de la puerta, allí con tu vida. No estabas lejana, no.