Tú crees. Yo creo. Cada vez que empezamos a hablar entramos en la ensimismada embriaguez del sentimiento de uno mismo más allá aún que el propio cuerpo. Creemos pues mágicamente por mucho que la realidad nos desmienta. Pero es que ella nos engaña, así de convencidos. Tiene que estar equivocada: pues no es la que siempre fue en nuestra mente. ¡Que ella no engaña! Y aún menos el sentimiento de sí, la vivencia misma. No puede ser un error lo que siento. Tiene la realidad que estar equivocada. O hemos tenido mala suerte, cayéndonos como lote la realidad falsa, el timo, el error del mismo Demonio.
Ya se puso la luz contagiosa. Ya no se oculta nada. Adivina ella el rancio desprecio de la oscuridad, sus huecos ocultos, las gotas de la fría soledad. ¡Qué difícil es ocultar los sentimientos! Se abre el drama de la boca cuando los pensamientos se hacen palabras.
Sobre una carta se abre la noche. Ya puede repetirse la tentación. Los ecos de la mentira, sí. Esas palabras innecesarias que no hacen mundo. Disculpa si te echo de menos. Ya se me acaban los gritos. De ojos. Agrupados de forma contagiosa. Pero aún nos queda lucidez, adivinaciones ocultas, acoplamiento de pensamientos. Nos que aún la lucidez que ahoga todas las esperanzas, esa vieja lucidez que vacía al mundo.
Sobre la cara de la noche. Sobre cuántas veces fuimos labios. Preguntas sin resistencia. Tentaciones del mentir. Pues hubo ira también, a veces, muchas veces, tal vez, quizá. Es como hacer música de labios, de impacientes manos, fuertes latidos rompientes frente al ímpetu de la sangre. Si me vas a decir que muchas veces fueron noches, noches de cruel destino, cara cara a las vacías corrientes de los pasillos de la noche.
Se me ha olvidado decirte. Que un olvido atravesó nuestra canción. Que era hijo de su maquinaria, obsesión de ignorar lo vivido. Que era constante como la deuda que crece, sin clemencia ni suspiros. Se nos habían olvidado todos los suspiros, la tentación de los amaneceres. Otros volverán. No volverán las tentaciones, las caras de las noches, que no habrá labios para resistirse, ni mentiras que encubrir, ni palabras con sus secretos.
Crece y caminos. Disputas: regalos para reconciliarse. Eran juegos de los humanos placeres, necesario alimento para el voraz narcisismo. Dicho esto en claras palabras, empieza la deriva. Se componía el texto habitualmente de una entrada, como aquello que da tema y tono. Venían luego las resonancias impresionistas inconscientes, subjetivismos superpuestos, en paralelo simultáneos, por más que el orden de las palabras lo disimulasen. Lo anterior enunciado, se me hace difícil fingir que desvarío, tanto se resiste la razón al mal decir. Eran las frases como volátiles dimensiones flotando en el espacio, sin aparente orden y aún mal compuestas. El guión lo exigía. Un subterráneo guión que nunca debería surgir a falta de desmoronarse el efecto subjetivo del texto. Cruces. Caminos y cruces. Chirridos cuando la razón no alcanza. Pasada del tiempo en la fracción de segundo. Sabe Dios si necesarios! Amor a los efectos. A aquellos imposibles de enunciar. “Vieránles” quien los viere. Ya que todos estábamos metidos en el texto. Su realidad indecisa. Como multitud de árboles sobre los millones. O sea, todos los bosques habidos y por haber, incluidos los de la fantasía. No sabiendo esta distinguirlos. Confundiéndolas, a veces, con ciudades humanas y vegetales. Bucólica fiesta de la existencia que por la palabra pasa. En realidad, pues, nuestro amor refleja el amor por las ciudades, sean estas cosmopolitas o de una sola casa, como olas de ciudades. Fue tu realidad mi realidad escritas en multitud de palabras, muchas perdidas y vueltas a reescribir. Fiestas sin aparente desconexión. Embriónicas fiestas del permanente nacimiento. Olvidos, tras olvidos, tras olvidos, atravesados por la música. Obsesiva e incesante máquina del producir de la vida. ¿Quién podría ignorar nuestra deuda?
No hablábamos nunca bajo el sol, ni en los cruces, paradas o semáforos. Pasaban los autos con sus naturales ruidos amortiguados por el olor a sudor de sus pasajeros. No se hablaban. Fingían que no se miraban. Ese era el anonimato: fingir que no éramos humanos, a veces creerlo. Fingir y olvidar. No recordar sobre todo a aquellos con los que nos cruzábamos por azar en calles, autobuses o metros. Ninguno de esos alimentaban nuestro narcisismo. Para qué recordar pues. Al menos que fuese en el dolor.
Sacudidas las paredes por la larga nieve nocturna, aparecen, ya de madrugada, débiles, eco del crujir, como papel arrugadas, y aún perfume. Los árboles, como visiones de ruinas, en la ciega ira del pasar, se hacen noche desgastada y cantar. Soledad de las turbias manos que no conocieron a nadie.
Esos ojos del silencio, desconocidos y amorosos, miran a través de los cristales de la noche. Ese centro del oleaje de fuerza y agua, de ternura y antojo, se oponen como puertas bien cerradas. Por eso las almas desechas. Por eso las piedras remotas esconden a veces cadáveres. Se anuló toda esperanza aún después del sacrificio. Hubo allí más lágrimas, más grietas en los árboles que savia, e incluso visiones de aquellos tiempos de destrucción.
Collage impresionista puntillismo
Fue esa especie irracional del sufrimiento
sábado, agosto 18, 2018
Y los muros, y los muros, las escaleras del mar corroídas por las olas en las noches blandas. Fue esta especie irracional del sufrimiento que trajo la obscuridad al mundo. Trajo también el silencio desconcertado, las rodillas rotas por los aires de venganza, el centro del oleaje inquieto por no encontrar contención en ninguna parte, la Tierra chocando contra tierra, los ojos de la ternura perdidos en su encanto, las puertas del desierto abriéndose sobre dos dimensiones de la realidad distintas, el centro del colmo de la ternura que casi nadie conoce, y entre muchos otros, ese oído que adivinó la realidad que aún nadie conoce.
Había en los muros de la melancolía escaleras irregulares, unos ojos muertos delante de multitud de ventanas. En sus irregulares partes pegajosos recuerdos colgaban y .... sobre el seco aire de esa temporada lucían como sábanas blancas recién colgadas después de la colada. Me hizo recordar entonces los besos de tus labios, ya por ahora lejanos. Digo ese estado en la confusión temporal de tus idas y venidas, de tu ausencia-presencia, que son garrote que la vida me traba.
Íbamos a campo abierto en nocturna fuga, como si el texto de la vida fuese un tobogan. Acostumbraba el mar estar a solas, sin olas, sin fachada, puro mar de profundidad y agua, aunque al amanecer, a veces, como un columpio se balanceaba, asustado y solo, en las cuatro esquinas de los tiempos. Era perfecto: un mar de muros irregulares, ejecutando melancólicamente el tiempo en las puestas de sol de los ojos muertos.
Con-vencida y mareada, sin pensar yo como siempre ausente, conociendo del río el fondo, ni nadamos, ni nos ahogamos de amor, de penas a veces. Había una esquina en nuestra historia, esquina redonda por usada, bastante oscura, de eso yo al volver por el camino de la bombilla me encargaba. Estaba también ese gato, sucio, hambriento de raspa seca por la delgadez se veía, que andaba ya con poca fuerza en sus silenciosas patas, quedaba su vientre de lado a lado pegado, por el pequeño alfiler de acero que en mi mente lo sujetaba.
Y me tienes asegurado, como nadie lo hizo con entrega. Fue aquella carta. ¿Recuerdas? Nos hizo desaparecer alborotados, huidizos del desorden, del amor que nos tuvimos en aquella ciudad que a penas nombramos. Verás, esa exageración del olvido, de no querer reconocer que en ella fuimos delito, y trampa, “enreo” que hicimos para protegernos. Fue la marea de las calles y casas, salidas nuestras, paseos incesantes, escondites en los portales. Aún recuerdo, sabes. Fuimos el mar de las piedras, allí a la orilla del ancho río, espeso como la tierra. ¡Cuántas veces te esperé allí sentado porque me iba una hora antes de la cita, para poder esperarte, mirando insensatamente el espacio de tierra por el que llegabas.
De este nombre del cual te pido la devolución ahora, o lo guardas y nunca jamás lo pronuncies. De este nombre mismo yo me olvido y te cuento mis locos viajes por el tiempo. Primero, no soy ni fui un sobre abierto. Segundo no fui yo aquel desconocido remitente. Ya ves: tenemos el tiempo asegurado hasta el lugar de la muerte. No fui yo aquel que a pedacitos moría, ni pertenecí a grandes sangrientos holocaustos. Ya ves que se me olvida incluso en la repetición perpetua, en cada día la sangre, ceniza del olvido.
Fue al abrir una carta cuando encontró su presencia en formas de pensamiento. Nadie se abre para evitar toda clase de problemas, digo yo. Nadie es carta desvelada, ni palabra. Se abren sobre una planta un círculo de ojos que abrazan. Se abren sobre el pesado olvido revelando una lluvia de verdad. Con ese nombre, tal vez tuyo se abre el perdón de la caída.
Fuiste, a veces, el silencioso grito de un faro intermitente, tal vez, abandonado. Pero supongamos que ríe y no llora. Pero supongamos que son del mar suspiros, alas de viento, de gaviotas presencia, y allí los nidos de su existencia. Volaba el mar y no las escaleras. Mantuvieron los peldaños el olor de su presencia. Chirriaba la cama con las tramas metálicas, fuertes lazos del dormir. Tal vez acabaron allí nuestras dulces palabras jugando un día a carreteras perdidos.
No sé si voy a poder decirte todo aquello que podría decir. Falla entonces mi lengua, así como torcida, muerta, con ambición de aire. Ya ves: te sigo. Tú, desnuda, te sigo, como el que ve pasar los pasos de la noche y no sabe a donde van. Yo, igual. Perdido, igual. Como la maravilla de la gran ceguera. Son tus manos, tal vez, ese misterio. Y después, misterio. Y después… parecen agua.