De tu cuerpo excitado y desnudo. Recuerdo noches. Otras noches. Como para recordar el sudor de tu cuerpo, abierto, sin pérdida, a la memoria. Y perduras. Y perduras sin faltas en el pasado, en el presente cargado de pasado. Y manos, imagino, no ocultas, supervivientes, diferentes en ti, en mí, a veces, perplejas, como aquella primera lectura de los desconocidos trazos en los papiros de la memoria. Perduras. Perduras en aquella cueva de tu cuerpo. El tiempo impaciente. Sobre sus ganas. A corazón abierto, más allá de las ruinas. Te alcanzo. En tu soledad, te alcanzo. Soledad entre soledad. Pero aún no eres invisible. Un mundo de detalles. Notas sobre tu piel marcada. Te reúno con mi vida, aún si no sonríes te pinto las noches. Para leerte. Para gemir con la espera, se está quedando sin piel, sin agua. Abarcábamos las noches, bordadas de tormentas. Misterio. Prefieren ser suaves. Para servirnos enteros. Habitados de manos sin freno. En algún lugar, alguien. Cerca de ti, te ignora, te desconoce. Posa en tu vida como una provisión desconocida, segura, que sujeta el agua. Y allí, en la misma, vuelves tu cuerpo perfecto. No puedo entrar ahí si me ahogas, si nadas más allá de los bordes. Desapareces como alas. Y llegas a un viejo tiempo del olor a huerta. Con tus ojos y callada. ¿Dónde estabas entre lo verde? ¿O es un truco de la memoria? Y te pareces. Entras en la fascinación que me hizo. Yo, mi yo sin saberlo. Se había quedado con un lugar de tu piel y mano, y dedos ignorantes. Fascinación de cara y cuerpo. Te encuentro. Y apareces en la semejanza. Captados mis ojos, no soy y soy aquello que ignoré, y ahora encuentro, me arrebatas, me pones a la deriva de la mirada, y yo mudo sin saberlo, preso, cautivo, aún en el movimiento, marcado en las trazas de mi Destino.
Cada vez, cada hora. Una cortina de humo surge entre nosotros. Nos espera. Nos tumba sobre falsos recuerdos que no llegan. Mientras, recordamos en vacío, desnudos entre la noche. Y si vas a venir y perduras, más valdría limpiarnos de sombras, hacerlas correr por el agua, patearlas, destrozar su duro esqueleto como a un animal arcaico, que debe desaparecer en el vacío de los tiempos.
Conocíate. Me confesaba. Hablaba contigo siempre, respirando y en sueños, incluso en el leve delirio de las moscas. Eras así suave, una noche de espera, cada vez que el corazón y el cuerpo hablaba. Te amaba como a los bellos recuerdos que nunca callan, con sus temblores, lavas y fallas.
Decidíanse todos los delirios suaves como la fresca mañana. Volabas tú. Volvía de pronto la noche. Desaparecían todo los pájaros de cielo. Volvía otra vez la luz con el anterior amanecer. Daban vueltas locas al revés las agujas del despertador. Primer cigarrillo, segundo cigarrillo ya fumados. Mismo sabor de boca de la misma hoja de tabaco. Sonaba la lavadora con las mismas revoluciones de antes. Una familiar extrañeza. El desayuno preparado aún no lo estaba. La ropa puesta volvía a estar en el armario. La rama que había crecido estaba anunciándose.
Allí van despacio tus ojos. Ven, sonríen en la suave noche. Conocen como si hubiesen vivido toda la vida. Y ríen con la pureza de un riachuelo. Era una suave siesta por la que corrían los sueños como niños. Brincaba, hacían piruetas de circo, sonidos de pájaros locos y algunos nidos de especias. Tuve que contener la respiración para ralentizar el sentimiento de vida, calmar la fuerte felicidad que me desbordaba, y recoger un soplo desconocido. Fue entonces súbitamente cuando tuve que admitir que habías entrado en mi vida.
De tu vestido veo la fina costura. Y tu hombro reluciente. Allí posa mi mirada de ti la avaricia. Ojos barcos navegantes de tu cuerpo. Veo puertos de placer como si fuesen islas. Sonrientes islas aventureras de piratas. Se posan allí mis celos del placer de otros que toman tus puertos en sus viajes a ninguna parte. Quise tomar sus tablas, sus vientos, sus alas, en aquella hora donde dice la tarde «ya es tarde».
Rápida y trémula como una despedida malhumorada. Habida cuenta de. Es posible que. Que todo empezara allí. En aquel susurro. Susurro de temblor y luz. Calma aumentada. Rodeada de todo lo formidable. Tú, lo sensible. Que captabas el alivio de la lluvia más allá de la ciudad de plomo. Sagrada y peregrina. Transeúnte con el gran propósito de la vida.
Disminuía la voz en menos, a pesar de su peso en la garganta. Era un ruido de amarilla angustia de cieno, como una luz retenida que pretende salir a la fuerza, atraída por los frecuentes ruidos de la calle, rápida como una respiración agitada. Se volvía, a veces, sorda como una amenaza cuya presencia enigmática recuerda lo ominoso.
Pálida como una calle. Intensa como el estruendo de la tristeza. No empeora el frío ni el equívoco. Inmediatamente se abren brechas de luz y reposos sin helados sobresaltos. Fuiste el sonido de todas partes, grande como una lluvia que cubre hasta el horizonte. Sin el ruido de la angustia. Sin la sordera de la desesperanza. Respiras como ecos que salen del pecho. Y empezabas allí como todos los puntos que se expanden.
Nómada inmóvil que abdica a cada paso. Un manto de grandes sueños de suelos regios. Mosaicos de zapatos ante millones de cámaras móviles fijadas en la espera. El tedio. Tedio en caída escalinata de minúsculas escaleras. Rebotaban las miradas sobre impares escalones de barata chapa de sueños. Como el que pisa en clásico vacío pisando miedos de esponja. Sale un perro furtivo de la noche huyendo de varios escombros orgánicos desprendiendo olor a nausea.
Como leo suelo y veo tierra. Y espacios sólidos y dispersos. Y veo tal vez en mí a mí con la gran sorpresa de las sombras. Pesa la solidez del camino. Pesa. No hay astros esta noche en declive, ni señales de suelo, ni ruido espeso de olas. Abdican los mosaicos del tiempo. Cuya miradas sufren del sin límite, peregrinas errantes a la deriva.
Para después reír. O llorar del viaje. O volverse imposible. Porque buscábamos la causa del dolor. En ese pecho que sabe. En esa presencia de hogar. Me acerco. Miro. Pasos. Huele a tarde, tal vez. O a siesta de sol espeso. También asoma la ventana en su puesto de casa: ojo que todo lo ve, en su cabeza silenciosa. Tal vez el roce del viento o en su forma de aire le diga rumores al oído cuando se engalana con su fino vestido de seda. Va despacio con sus ojos bailarines de miradas. Y ve como se acaba la tarde en sus manos de madera.
Con tus labios en mi pecho, dime. Confuso, se me enmudece. Toma la vida cara «de yo no he sido». Dónde tenía la cabeza la belleza? No se la busques, está en el sopor. Virtud ajena que nadie conoce como esos secretos que no han sido nombrados. Así como de todas las carreteras nacían campos. Campos de viajes sin gente, ni sueños, ni causas del dolor. Emprendían los viajes sin puentes. Viajes imposibles para la ausencia.
Dos en su soledad. En la soledad del aire. Perdidos entre rumores de viento. Encendidos de pérdida. A gritos de ojo. Se relamen los instintos. En sus cuerpos evaporados. La voz de sus pies toma espacios. Sus cuerpos llevan viejas lenguas arraigadas en frutos delirantes. Caminan hacia adentro de sus cuerpos por detrás de su ropaje.
Venías de la vida y de las horas. Testigo de aquella noche donde los magos son terribles. Nos inscribieron sus noches mágicas y ocultas como brújula para el que no se pierde. En aquella confusión nos quemábamos. Ardíamos en la confusión de los locos, convertidos a la sutilidad de las manos. Tomábamos el agua agridulce de sus bocas, nocturnos en todas las rupturas. Eran cartas de aliento continuo, donde se mezclaba nuestro destino como la magia con la vida.
Y perdidos en la noche, esas desconocidas, que pasan entre los dedos de la buenaventura. Ya estabas desconocida. Y triste con pedazos de palabras. Que cortan a raja tabla los sentimientos. ¡Qué lujo, sin embargo, tus ojos! Con cara de amor me cantabas. Pero no pude evitar oír los gritos que la desesperación murmura en la parte posterior de la boca. Como aquellos perdidos antaño en el recoveco de los sueños. Ya estaba remota pereza. Ya entrelazábamos las manos temblorosas entre horas y horas como testigos. Para ver... para ver ese relámpago que yace en tu alma.
Vuelven los secretos en su larga noche. Abre su magia puertas en la niebla del dormir. Doblan las campanas del silencio. Verifico a veces que no estás ni en la luz ni en la oscuridad, ni en todas las palabras tristes por mucho que ellas esperen en tu boca. Eres así desconocida, absoluta, sin salida. Aquella que entre los pasos caminas a dos dedos de la absoluta ausencia.
Quisiera discutir de noches disonantes. Paso a paso, como pasan las sombras. Sin ti, sin posibles. No fuimos hechos de arrepentimiento, ni de esta tarde, ni de ayer sin cifra. No fue fácil recordarte entre tanta niebla y duda. Ni tu nombre perdido en tan larga noche.
Baile denso. Furia. Palabras como notas vibran al ritmo de la vida. Y hablarte y amarte mereces. Y confianza. Baile convulso del hacerte. Pecho con sutilezas. De repente liberadas ante los ojos de la pasión devoradora. Y la voz, con sus infinitas preguntas, ríe en los te amo. Amor ventana, amor árbol. Amor noche en pedazos. De fiebre aferrada a las manos. Quisiera deducir de ti las sombras restando su pesadumbre.
Y tal vez. El nunca y siempre, excluidos. Como para hablarle a las paredes de tu cuerpo. Obsesión. Obsesión que no frena. Porque hueles, en todos los sitios hueles, hueles a ti, a ti huelen. Y con tu imagen marcas el espacio a cada tiempo. Paralizas mis pasos. Miro. Te veo. Siempre te veo. Allí, allí estás. Y respiro como se respira en los sueños.
Bailabas en primer plano. Tus pies danza. Tus brazos viento. El movimiento de tu rostro. Movías el espacio. Lo ondulabas. Tu vestido y sus círculos. Tu cuerpo haciendo un hueco; asilo para el refugio. Y hablarte. Y quererte. Y miradas. Se hizo tu vientre de un recogido dolor. Allí donde yo estaba. En pose de quedarme. En ti para siempre.