No estábamos todos de partida; algunos se quedaron. La ceguera les sonreía; era a lo mejor aparente. Tomaron camino del campo. Senderos recubiertos por la última vegetación. Bosque del fácil perderse. Allí, imaginarios guerreros escondidos, preparados para el combate. Se agudizaban los sentidos de la vista y del oído. Pasos lentos silenciosos. Respiración amortiguada. Invisibles gestos. Silencio casi absoluto sobre las ramas. Pesa la radiante tarde recién estrenada como cada principio de verano. Todo duerme en las camas después del mediodía. Ha puesto Dios el reloj de roja lata bajo su celestial almohada hasta nueva hora donde vuelen en picado las oscuras golondrinas.
Se alejaba el rincón de la memoria. Mientras, se hacía insolente rey el olvido. Ambos guardaban sus posiciones detrás de velos invisibles. Mágicos, invisibles, sin gestos, ni movimientos de juegos. Ligeros pies del ocultamiento. Borradas las líneas de la perspectiva, se apresuraban en el mirar para alarmar más allá del silencio. Llaman a la rebelión de los intrusos, al armado ejercito de los pájaros de la memoria, quien con sus picos de la conciencia picotean los ocultos muros del más allá.
Para estar cerca. Para estar cerca de ti, y te toca, y te toca los rincones que se alejan, las salvajes indomables partes del cuerpo, libres desde el nacimiento, sus islas: su mar como murallas se alza como espejos en su altura inmensos, en su anchura espesos. Y se van allá donde nada está cerca: esa virgen naturaleza, aislada en su belleza, de vida bulliciosa plena. Hace guiños de felicidad lejana. Su mundo como compañía me ama.
Sobre el desvío de los puentes se hacían un lío la riberas, confiadas en la fija identidad de los ríos. Gritaban: para allá, a la derecha va la cuna que nos sostiene. Otros: para allá, a la izquierda; síguela, síguela; se hunde un poco; a penas se ve; pero es cierto que aquel reflejo es la luz que nos acompaña. Seguid, navegantes. Os llama el mar con sus sueños infinitos. Cruzad la fija tierra, quien en su inmovilidad no se mueve, y quien, con sus ojos de madera, os mira con el irónico gesto de quien, desde su supuesta superioridad, mira a los vagabundos locos; esos que llevan en los rotos bolsillos el mendrugo mohoso de pan de la piadosa limosna.
Se hacía la realidad añicos. Sus trozos, chocando recíprocamente, amenazan las heridas (esas reinas del profundo dolor), arañan las paredes internas de la carne, dejan las marcas de las reglas del juego sobre la carne interior, sobre la transparencia de las membranas de todas las venas, tatuadas desde ahora con jeroglíficos de la letra, su marca, su punto de no retorno del borrar, quedaran como anclas para el futuro peritaje, aquel desde el cual ya no habrá putrefacción de la carne, ni necesidad de resurrección, ni tumbas en el interior de los viejos muros de los cementerios, ni habrá pánico ante los múltiples Fin del Mundo, pero sí habrá infinitas bandas sin fin de individual memoria alrededor de la atmósfera de la Tierra.
Pasadizos secretos bajo nuestro pecho amurallado. ¡Y sin embargo es tan fácil vivir sin maldad, sin partidas que ganar, libres, non-vencidos, sin el riesgo de los enredos, sin torres defensivas, con la inocentes partidas del corazón! // Puede ser que tengamos los brazos diagonales; en su desvío, franca torpeza. Puede ser que los guiños no sean buenas señales de paz interna. (Y los rincones hacen gestos de oposición (agachados, muy cerca del suelo).) Hacen guiños de falsa convivencia. Nos engañan con su reciprocidad (de los ojos y sus imágenes (imágenes que pasan por su verdad o la nuestra)). \\
Sin apartarme, abierto, confiado, cercano. En nuestra tierra, esa donde no viene el huir, ni allí los gritos tienen eco. Pues de otra manera se hieren las ausentes ausencias, inválidas, desconocidas y destruidas, esfumadas, huyendo a pequeños saltos de rana. Por fin juntos ya no tiembla la indiferencia en los rincones del corazón; sus laberintos se han desenredado, abiertos como campos de paraíso hasta los bordes de la fluida agua. Quedan sombras simples de los divinos árboles bajo la luminosa luz primera.
Tomando el aire y agua fresca en el cuenco de tus manos. Antes: palidez de la pena. Su asalto, su herida completa, destrozando la edad de los años, la lluvia de las casas, en sus tejados y ventanas separadas, en sus amargos vientos de otros mundos, en los fuegos del martirio. Y vos, a veces, tan pálida, fatal y ardiente, fuego sobre el rostro, y yo cegado al final de todas las llaves rotas de las puertas.
Cambiaba el socorro de los suspiros, benditos a la altura de las horas, entre alma semejantes, bondadosas y perfectas. Vivían en la ciudad de los anhelos desafiando uno tras otro los males. Y si heridos, desafiaban. Y si no hiere, mala suerte para el destino, juegan a la chance los dados. Nos construíamos ciudades de altos vuelos sobre los lúgubres caminos del desatino, más allá de las causas del dolor, más allá de las horas breves, en el consuelo, en la alegría, en la sostenida esperanza.
Cambia el tiempo con el fin de la primavera. Y los abetos. Y los ruiseñores. Son alas de la noche, ala de la ternura, su rostro a veces de tormenta, a veces de ojos invisibles. Llega la primavera con sus tormentas, año nuevo, zona fresca. A veces hiere, con sus rayos hiere, con sus fuegos de guadaña. Suspira a veces con la alegría del tiempo; bendito tiempo con la alegría de su temporada. A suspiras cada hora. A la suerte de las flores. Anhelan perfumar las aceras.
Empujo mirando al suelo de los pasos. Pegajosos sonidos pasados de cocción. Ya no hieren. Ya no enferman asustados con la noche; creando palabras ocultas; negando el destino de la esperanza. Y si aún se hiere el árbol; el árbol y sus tormentas, y sus caminos de los que parten sus múltiples raíces. Árbol vecino de la majestuosa lluvia, y del árbol invisible: ese de las alas de la noche, bajo las que duerme el sol, acurrucado bajo el plácido frescor de los silenciosos abetos.
Otra loca prueba. Hazte un seguro para la larga noche. Aunque siempre amaneceremos, unidos o separados, fuertes o debilitados. Tal vez, tenebrosos enfermizos, asustados en esta dura conquista. Ya nos vino la fuerza de las manos, su larga resistencia, su suavidad y dureza. Aunque se nos resista la distancia, empujamos y mordemos. Mordemos las sombras que el miedo nos deja. Sacamos los ojos felinos de gatos, arañamos y creamos la nueva ilusión de la vida.
Mil veces bajo la opresión de la espera. Ya, bajo su tierra no te escapas, ni huyes del dolor, ese lenguaje muerto del llanto, caído sobre los hombros flácidos. Ven a verme esta noche de afuera ofendida, que goza loca de vernos en esta completa oscuridad; ya no enciende sus nocturnos ojos para navegantes, ni ponen a prueba los viajes locos al fin del horizonte.
Nunca me puse a vivir vencido. Ni me puse a ver en la ceguera. Más bien opté por tus lúcidos ojos. Tu universo de ojos sobre la tierra. Esos que ven todo lo que se escapa. Miran sin deseo en la eternidad de la espera. Miles de instante abajo, en la Tierra; tantas como en el cielo. Sin espanto llorando por nuestras penas. Rebeldes a nuestro colapso. Callados ojos sin movimiento, ven caer por la curvada cúpula del cielo el universal llanto de la pena.
Los envites de la vida; sus lugares y goces. Tu protección bajo las noches de la conquista. A veces, vencido. A veces, quita vida con sus fuerzas de lo siento en el pecho, el asalto de su belleza, sus pulidos ojos, y la voz de su pecho, y los escritos rendidos, los ojos ofrecidos, a veces, su ceguera, en primer lugar en los bajos, en como nos miraba el deseo.
Anduvimos de la mano, precisos. A las vueltas del corazón. A los días soleados. Me empujas a la riqueza de la piedad, a compartir nuestras almas. Antes de que seamos noche, ven bajo la aurora verde. Ven al albergue del amor, bajo sus crujidos de aire donde éramos tristeza.
Y se disuelve la hierba (allí) en la fuente. Deja caer al tiempo. Se transmutan las estaciones, (allí) donde antes se movían las flores. (Allí) tu cabello sobre la tierra, pluma japonesa en un íntimo jardín. (Allí) la espera de esa lengua de agua. Te quedaste en mis agitados y temblorosos brazos, donde había sido fulminada mi alma, (allí) donde había sido silenciado mi silencio, (allí) te quedaste. Fue larga la espera; la espera del cisne ante la muerte; (allí) en el lago desusado, en el templo del llanto, en la absoluta mansedumbre. Sobre esa ribera recorría la mirada exhausta, mano con mano con el ferviente deseo de salvarme, en aquel largo tiempo del antes (del que vuelvas) (Ese tiempo de la sinrazón que traducía el carnal descuartizamiento de mis estas palabras, más bien esquizo, sin nula fuerza suficiente para unir levemente su sintaxis.).
Mañana, tú y yo, cautivo, siendo tú y yo otro allí donde nos robaron el futuro. Turbados, movidos, absortos, cortados del pretérito, enroscados en sus anclas. Nueva tinta que ya al papel no hace daño, ni araña, ni queja-esperanza, tinta indigna de los ciegos revestidos de espesas sombras. Y tú y yo ya sin huellas en el ausente futuro, tiniebla, luz sin huella fugitiva. Solo nos queda el yo amarte, el hacia ti disuelto corro por el líquido tiempo.
Con tu alma, tú mi semejante. Con tus manos de hierba. Me haces sembrados campos de reposo. Del dormir disuelto. Del dolor acusado. Del correr del llanto. De las percepciones disueltas. Me liberas. Se fuga el día, la fuente, el agua corriente, se disuelve con su sabor insípido entre los dientes de la húmeda tierra. Pasa su nombre por las bocas. Con el rigor de las bocas. Con los recuerdos encendidos. Con su fuerza verdadera. Se ríe el llanto. Requerido semejante. Tú, mi amigo semejante. Por todo lo que en ti excede. Se vacía amoroso en sus gestos. Y de ti cautivos, tú y otro, turbados, oyéndote absortos por ti preferidos.
Me acuerdo de ti de ahora en adelante. Ardes en mis ojos en el sitio del amor, allí, donde a cada rato, te nombro. Allí todo comienza. Vienes a mí cuando en medio de los caminos duermo con la noche por delante; hecha de esa oscuridad que nos pasa por encima. Sostiene vivo el miedo. Con un alma semejante hecha de hierba en unos campos fugitivos, acusados, solitarios.
¡Y cuántos ideales convertidos en papel! ¡Cuántos desnudos equívocos a la intemperie de los cuerpos errantes! Éramos los miembros de la pena, los llantos sin acabar, el nunca vimos la vida concreta con buenos ojos. Pero ahora eres tú mi ideal verdad cruda, la mirada de mis manos, el nunca vives huyendo. Eres tú quien enciendes el vuelo de las aves. Barres las sombras. Ahora a la luz semejante. Hecha del vuelo de los días. Me sacias y perdonas. Me ofreces la dulzura de la vida. Me haces voz del aire, fuente y energía de la vida.
Ahora que te recuerdo existe. Y fuiste mi guía, mi agua, mi tierra. Gracias a ti ando. Ando sin nudos en los oídos, ni en el alma. Ya no alejado ni de espaldas ni polvo solitario. Fuiste tú quien me rejuveneciste mis ideales, allí perdidos en la intemperie, en la errante oscura soledad. Ya me desnudas de las fornidas corazas, de las férreas penas, de los pasos del dolor. Ya acabaste el llanto que me acababa, terrestre y lacerante. Ya te volviste, por ahora, la fuente de mi mirada.
Nos bañábamos en tu lengua. En esa parte de tu cuerpo del frescor que del baño no se enfada. Nebulosa boca. Cisne de los cantos. Fluidez sobre el agua. Silencioso dios del río, del lago; rodeado del feroz silencio (Gran negación). Allí perdimos lo que se quería, abandonados, a salvo en el llanto. Ahora llora el deslizar sobre la cristalina superficie entre los nudos de las plantas acuáticas.
No conocíamos la historia de los pasos. Ni a veces, ni no a veces. Ni cuantas se pusieron de rodillas ante la miseria de la culpa. Se pusieron de rodillas aunque no quedaron rastros en lábil recuerdo. Actos repetidos, ya sabes, de la historia. Todo nos enseñaba el fin de la vida, de la felicidad de estar bajo el radiante sol, del bienestar de nuestro maravillado cuerpo. Pero tú me enseñas. Despliegas las campañas de tu lengua. Me pregonas el frescor de existir. Me despueblas las arañas del resistente invisible temor que cubre la noche del espacio.