Amor a ti como milagro
Donde la soledad se hunde en el tupido enjambre del alma
miércoles, diciembre 26, 2018
Construido e oculto. Ocupado en darle voz a tu mundo. Por ti temblando, abierta como un verano mientras pasa el suave tiempo para darle tu voz donde la soledad se hunde en el tupido enjambre del alma de las sombras, mientras me aguardaba tu encanto como los brazos flotantes de los nenúfares de la tierra.
Con sangre y alegría el hombre. Me juntaste. Me reuniste. Me centraste. Como ninguna, hermosa hiciste de mí hoja verde, y luz y floreciente. Adivina mandrágora, del agua escultora. En el temblor construido cuando el verano traspasa las sombras y parece el crepúsculo un invento.
Qué impaciencia te deslumbra cuando asoma la vida. No hay hermoso consuelo, ni el brillo de sus dedos, ni noche fina. Va la sangre demasiado espesa haciendo contrafuego. Va el hambre desfigurando el rostro mostrando sus huesos. Ya ha sufrido la piedra todas las tempestades. Ya escribe sobre su árido rostro las cicatrices del habla. Ya se diluye torrente abajo en fina tierra buscando el fértil aluvión donde germina la vida.
Vamos como la inmovilidad de las hojas. Lluvia luminosa. Y después, después. Vivos, amor, lluvia desordenada. Suaves, suaves, muy suaves. La hoja, recién lavada, impaciencia. Y se va la espuma, y se va. Con su impaciencia encendida y cierta.
Y que corras por la calle. Yendo al puerto. Olor a mar callado. Balanceo del vértigo. Vestido de agua. Son las casas de la orilla fachadas de húmeda sal. Donde se reúnen los perros al ladrar. Vivos rabos mueven las rígidas parras sujetadas por sus largos dedos a azules paredes marineras. Entre ellas hablan de amores viajeros marinos de velas locas y blancas.
Eras un remedio para el concierto de la vida, ligero e infinito como el alma de los planetas, agujeros negros de radiante encanto conservando toda la luz para el futuro. Espacio, rico espacio, velocidad y movimiento, maravilla cuántica creando infinitos. Eras inmortales sendas, ramos de estrellas en los brazos de Dios, tomos de polvo espléndido polvo, eterno yendo hacia los confines, balanceadoras tablas de puertas firmes insaciablemente abiertas ante otros mundos.
Habíamos de hablar primero como esponjas que absorben. Sin pensar en el bochorno de la crítica. En su siniestro. En su laberinto de hojas muertas. Se perdían allí aquellos que recuerdan, entrelazadas sus gargantas a amorosas suposiciones. Vuelven ahora al retorno del tiempo. Aquel tiempo de guante, por dentro suave, por fuera impermeable. Ya era historia aquello que se escribe. Absurda esclavitud, para salir del paso de la fe ciega. Absoluta identidad inamovible, espacio del Uno con sus grandes vuelos.
Contagiosa luz que ocultabas bajo una sutil indiferencia. Ahogada tu frialdad, ahogadla. Difícil silencio en el que vivía. Goteaba como hambriento, rabioso y voraz como una decepción amarga. No, no podía vivir sin tu boca de nata. No. Tal vez crees que solo soy un espejo, de amor tal vez, sin alma sin cuerpo. No soy noche escurridiza, entrelazado misterio. No soy laberinto de las horas, su tortura, sin esperanza, salida aquella que me mantiene dentro.
Presentes disculpas a la vida, decía la mente cerrada, con gritos en los ojos, lágrimas de avena, grandullón ahogado en la pena. No le quedaban ojos para mirar, ni corazón que adivina, ni sentimientos de desprecio que lentamente gotean. Tiene ya la tristeza contagiosa, la frialdad decepcionada, la pena gorda, el corazón de nada. Viene el día y adivina. Adivina la tontería dramática, de la estupidez las luces y sombras. Oye, tú ¡cómo lloras! ¡cómo te atreves! cuando sale la rosada luz del día para ti alegre.
Constante. Crece. Crece constante aquella creencia que te tengo. Sin duda, demente. Potencia del tiempo irreverente. Desafiante, y yo, luchando. Sin clemencia, luchando, roto y valiente, de amor hecho perspicacia. Resistencia, resistente. Y crecen, los suspiros crecen. Los árboles crecen. Sus ramas, hojas, flor. Con cara de noche. Labios de tentación. Borrando las mentiras, los bloqueos de los secretos, los cerrados gritos, agrupados bajo la luz indiscreta. Cerrada a los ojos, sin movimiento. Inexistente, sin movimiento. Oscura luz ahogada bajo mis sentimientos.
Pon tus lágrimas en la nieve. Su perfume como marcas. Plantemos grietas en las rocas. Colguemos las visiones. Abandonemos la tristeza. Tomemos el canto de nuestras manos. Necesario espacio de la vida. Vivamos de reflejos que cuelgan de los árboles. Dejemos las noches perdidas, las canciones tristes, la demencia, la deuda. Tomemos los irresistibles suspiros que dan vida a nuestra boca.
Nombre de sal. Nombre de arena y manos. Y vendas de ojos. Y remoto pedestal. Torcido remolque del sacrificio. Piedra angular del equilibrio. Imprevisible. Diente del blanco cielo. Había entre tu blusa un precipicio. Un libro, una censura. Un escrito maniático enamorado de una flor distraída. Un falda boca abajo. Un silencio sin cabeza. Interior e ineludible. Una sombra de agua. Un reloj sacudido. Sufría este la emoción de tus palabras. Con visiones de vieja radio malvada. Ondas cortas incansables. Que tambaleaban los oídos semidespiertos.
Como del naranjo nace la hoja de la hoja, nazco en ti. Verde planta. Verde campo. Verde. A nuestros pies, verde hierba. En nuestras manos, sabor verde. Blanca margarita, tallo verde. En su mundo de pequeñas piedras. En su tierra oscura o negra. Allí te sitúo siempre, en mi origen. Árbol verde de rosado melocotón. Melocotonero. Fruta. Roja granada y áspera. Corre allí el agua bajo el manzano. Su suave acidez vuela en el aire. Ya sabes que no es un lugar remoto. Es la blanda tierra donde se hundían nuestros pies.
Blandos. Dulzura. Sensual. Hacen día y noche. Hacen, sienten en profundidad una especie de suaves besos. Recuerdos de pies blancos, de sábanas como niebla. Deshecha. Pone olvido donde ya no hay nombres. Ni unión. Ni nada. Esa nada creadora que fascina. Arena como respuesta. Sal de la vida. Hirviente. Peliaguda cortante. Donde se recogen las manos en hora buena. En espacio inolvidable.
Luz nocturna. Luz diurna. Olas de sombras yacen fascinadas y fijas. Se ajusta el amanecer. Sus plazas. Esquinas y calles. Tiempos del aire. Muros. Escaleras. La parte irregular del mar. Sus ojos. Sus cuerdas. Labios de agua y lengua. Te acuerdas. Pendiente sensorial de la vida. Sensual como la noche. Esta. Como la noche dulce. Esa. Cuando con la Luna se enfrenta. Blanda y brillante. Cercana como un beso. Con pies de silencio.
Alborotas mi bien cálida vida, sirena de desordenado mar. Introduces amor en cada gota, en cada fondo de oscuridad. Tu ciudad tamizada. Siracusa lejana. Filtro exótico del alma. Doliente esquina. Maravilla de fondo. Aceleras mi calma. Me abres. Como una fuga nocturna. Conoces mis corrientes. Venteas al aire. Aclamas. Acostumbrada al agua, al mar. Borrasca.
Porque también se olvida el dolor sufrido en la desesperanza. Ya nadie encuentra su nombre. Ya desconocido. Queda lejos aquel lugar donde fuimos. Abierto. Al pasado, abierto. Perdido. Ya desaparece. Ni habla. Ni entrega. Ni acecha. Sin vecina marea. Indomesticado.
La rama joven verde nunca cae al suelo porque sabe el árbol que echará a sus pies raíces. Una raíz, otra raíz, otra raíz, crecen, arraigan, brotan enérgicas bajo tierra como queriendo volar hacia la superficie. Es el canto verde. Es la savia vida. Que nombra que grita. Cuyo nombre grita a Dios a su fe y bienaventuranza. ¡Su sólida energía! Su canto. De vida.
Esta habitación. Donde te busco. Te preparo. Donde anduviste. Está casi perdida. Aún de ti fuerte. Sentida. Preparada fielmente. Tantas veces en silencio. Tantas veces desaparecida. En esta habitación, tus cartas. El papel por ti olvidado. Se hace fuerte. Y grita. Su desesperación grita. Contra el silencio grita. Con tu olvido abierto a todas las salidas. Huyendo. Fugado. Alma desconocida.
El milagro de tu mirada. Infatigable, plena de recuerdos, me desborda, me encarna. Que no pase nadie sin que la vea, imperativa, orgullosa, anunciando el tiempo por venir, ave blanca que surca el cielo, anunciando la llegada de tus manos. Misterioso amor que te tuve, sin rumbo convencido aún en la victoria.
Sí cabes y me desbordas. Pareces imposible, amada y en espera, capaz, y reencarnada. Ámote, me dices; como si yo lo hubiese olvidado como se hace con un espejismo. Sin olvido te espero. Imperativo como el aire. Te espero como si fueses un misterio al desvelarse, un breve enunciado como tu nombre, una ligera brisa que te nombra.
Cuanto el amor amaba sin memoria. Es un perro que de tanto tiempo ya no sabe que espera. Se le vacío la memoria desbordada. Ya no parece un animal sino una peluda sombra. Sombra muerta por lo tóxico de las horas. Y ellas, como viejas lombrices supervivientes de las grandes catástrofes de la Tierra, parasitan la corroída memoria.
Cuerpo concluido aquella noche en tu cama. Tupida sombra se posaba bajo tu cuerpo. Concluida ya la tarde. A besos, amor y juegos. Tiernas miradas infatigables. No quedaban ni huesos ni recuerdos. Ni desdicha ni memoria. Yacíamos en una magnífica falta de memoria. En un obcecado sueño. Supe entonces que te amaba. Sin vuelta atrás hacia la tierra.
Algo le pasa a la noche. Es libre paso. Es un saber que angustia. Viene huyendo de la oscuridad y cae en su sombra. Amenaza como un conclusión demasiado cerrada. Concluye y tira. Arroja los cuerpos sobre sus desechos. No tiene otra saciedad. Allá va buscando aquello que se mueve, su enemigo vivaz. Azota con sus zarpas el duro suelo gozando del terror que provoca.
Sí creo en ti. Te renuevo mi esperanza. Y advierto que es definitiva. Me tienes liberado de la angustia. Así como me gustaba antes: siempre el cuerpo en calma. Bendito alimento de la vida. Viene luego el amor y lo revoluciona todo.
Creé para ti un luego. Viene después crearlo paso a paso. No se puede decir el futuro; entonces me lo invento. Piqué todo lo que se mueve con vida: alegrías, penas, ilusiones, frutos conservados en aire, tierra para plantar, plantas, semillas, raíces diversas, un poco de azar, recuerdos conservados con la esperanza de renovarse, un poco de ternura, y esperanza, mucha esperanza.
Vienes insondable como un hechizo, fabulosa, perpetua e imposible. Experta alevosía nocturna. Decidí llorar porque no estabas. Vino entonces un tiempo defectuoso. Un signo desfalleciente. Un exceso. Un tiempo interior tormentoso. Hasta la saciedad pretendí vivir entre los restos. Apagados hilos de mar y de pequeñas cosas. Hice mimos a la vida pero no me contestaba. Era demasiado pequeño y vaporoso. Viniste tú, mi desaparecida, como viene el amor y la vida.
Toda la noche nerviosa. Ama la noche apacible, suave como siempre, como dijiste. Corre la mañana abrasadora. Corre como la templanza del vino. Quiero verte aunque estés perdida, y yo perdido, y la esperanza y la vida. Quiero entregarte las horas, las horas pensando en algo insondable. Eso pasa en la confusión cuando vienes del abismo.
Derramábamos el amor que conociste. Dos sordos al tumulto de la vida. Te miro a ti como presencia, prometida, cumplida, perfecta. Eres imborrable en el nido de mi memoria, amable como tus gestos, noche de mar con su tranquila brisa. De ti, las dulces palabras saben al néctar del vino, a la templanza, al susurro de la vida.
Empujaba la duda hacia tu boca, imperativa e insensata, desbordante y dilatada. Ese instante de tu piel que hace estallar al silencio. Ese silencio que sin ti era inexpugnable, rocoso y duro como el joven acero sin grieta. Creo en ti. No pienses en otra cosa. Creo en ti como el exiliado cree en la patria. Llegas como la promesa cumplida e imborrable.
Sentada en ese tren, en el vagón de la complicidad, ibas solitaria hacia la lucidez. A no ser bruma. A andar por los surcos de la tierra con los pies de la noche. Como de costumbre, vecina de la mirada. Decidida obsesión a mantener la vida. Empujabas al futuro incierto desbordado de posibles hacia el fin de la duda. Ahora, contigo se dilatan amplias las ventanas por donde apreciamos los caminos que se alejan.
Se balanceaba lentamente nuestra mirada como varios universos atraídos. No eran aún las últimas palabras. Se nos vino un auténtico instante, una apaciguada vida, un vivir de amor cómplice. Como si conociésemos de siempre la vida. Como si participásemos de todas las cosas. Como si nuestro amor estuviera sellado con la esperanza.
A la tormenta. Enmudecidos nos callábamos para nosotros los desastres. Teníamos en los brazos enredos. Teníamos tumultos que labraste; se columpian íntimos en sus llamas. Así, sin prepararnos, a última hora llamaban a nuestra puerta cada noche preparándonos a llama lenta el infierno. Nos miraban atizando sus brazos con enredos. Balanceábanse enzarzados como ojos carnívoros.
Intuyó. Era prisionero el horizonte a un lado y otro del viento. Flotaban los huesos y las quejas. Flotaba el cansancio. Se manchaba la playa de gotas. Iba la tierra a la deriva en su reposo con sus nidos de codornices. Iba la cadencia de los caminos inspirando a los árboles. Era del día la última hora. Abandonaba a la luz en sus propios brazos. Caían en la oscuridad las miradas. Llegó el tumulto de las sombras.
Somos el meollo de la ceguera, su agitación, esa vibración del mundo que es la vida, el centro de los enlaces de los puntos muertos, esa zona a los vivos ojos invisible. Trataba de decirte que buscáramos salida, salida al tiempo de la desgracia de los vetustos ojos que nos miran. Intuyo que nos defendemos como el mar de los desiertos, huyendo por el amplio horizonte que se pliega.
Leo tu piel para retenerte. Heroicidad nueva y desconocida, meollo del enlace de nuestra bella ceguera, ojos en shock fuera del tiempo, tratando decirte mira como te quiero, y quedarme en el lánguido balbuceo, corazón henchido, alma inquieta que ve en tus manos todas las salidas, la desgracia defenestrada, todas las perdidas por el huracán arrastradas.
El primer paso del día. Tu ilimitada presencia. Tus ojos. Tu andar. Aprendí entonces a olvidar, a desconocer a cielo abierto. Me llamaba tu desconocida piel, sus puntos cardinales. Dentro del mar de tu boca, en cada palabra que te digo, encontré un llamamiento de vida atrapado como en una larga espera.
Teníamos que vivir en la trama de los nombres. Hasta en el contorno del aire. Hasta en el ritmo de tu boca. Encantabas a la belleza del mundo. Creo que voy a tocarte. Permaneces. Permaneces como la ligera hierba en el mar triste de los pasos. Sabes al encanto de la lluvia, a los nidos de las promesas, horizonte manantial, longevidad del árbol, lago de la memoria, amplia presencia.
Eran las piedras del alma gran trama. Hasta el aire de los nombres tenía sombra, ritmo y onda. Majestuoso panorama contigo que pasas con ligera ala alegre. Revela levanta tu voz el tono de los días. Eres grande maravilla como para tocarte, construidora, giro al que perteneces.
Si todo estuviera enlazado no podríamos perdernos. Con el peso de las cosas. Con el absorbente color. Era la fugaz escarcha de la mañana manantial del verde despertar. Floración sin descanso. Libélulas entumecidas. Mariposas por venir. Asustadas piedras de la noche. Dolorosa nocturnidad aquella del abandonado cuerpo.
De este hombre, en su multitud, contigo, llanto, lloriqueo, vida, amplio entusiasmo, delicioso amor corroe la férrea vida de la desesperanza. Confusos son, confusos los que no entran en su mundo que con suavidad calma las amargas aves de cielos inciertos.
De rodillas y sombra suave. Casi nada; por no decir super. Recogía las obras de la vida como pequeños restos del mar. Como un juego de inocencia. Obras adjuntas a la vida. Voces que aprendió a escuchar. Primero zumbidos. Después sentido. El extraño encanto.
Muere la proa del barco. Lentamente. A cielo abierto de las ánimas. Ruge el amor en su nacimiento. Vibra. Perfuma. Canta. Se alegra del perfume lento. Con la lentitud del diamante. Es su encanto de lucida magia. Obra de Dios su zumbido y su misterioso arte.
A tu medida el mundo y la naturaleza. En tu entusiasmo dejas entrar el amor interrupto. Deliciosa confusa espera. Calma las horas del mundo y su áspero roce. Haces su peso ligero como infantiles sueños. Desaparece el daño de las piedras, el dolor de los nudos, la caída.
Ruge el encanto del amor como alegre orquesta, como el agua del mar y el infinito de las gaviotas. El perfume de sus músculos recoge el fruto de sus ondas. Suave rodilla de ti. Lloriqueo de mí. Sin ti la vida como un espanto. Me ha poseído sin ti el horror de la vida. Mis horas muertas me asfixian.
De ingreso, impulsado, siempre coincidencia macabra de los tiempos del alma mágica. Sí, así habla mientras explica con lenguaje retorcido los nocturnos vuelos de sus alas. A la primera llama al viento gritando que pretenden quemarla. Era su infierno una espiral que baja hasta el líquido hierro, fuego sin sombra. Buscaba las vibraciones de la proa del barco. Esperaba de la oscuridad el perfume, con el cual conducir a las almas en la ceguera.
Casi las picaduras de la vida. Así como el viento que nos arrastra. Me pone usted en soledad, en una soledad sin nombre, en un vino inevitable sin ebriedad, castigo del mal olvido. Me dejas tirado en el uno solo, sin palabras que lo nombren. Pues es usted inevitable, de la vida mía inevitable. Soy yo ese espacio de las hojas caídas en tiempo de absorción de la tierra.
Nuestra larga historia de dos afines, opuestos, sin duda, inclinados el uno hacia el otro, locos, y enamorados, locos, en esa nueva embriaguez del amor y del dolor, maestros de la duda. Me mueres, te muero, en cada cosa que nos ocurre. Me arde hasta el aire de la cabeza, la picadura de la vida, el gusto por ti, y multitud de cosas que se me escapan.
Anotaciones : Dos puntos. Estábamos seguros que éramos completos. Obras Completas del cuerpo. Y sin embargo, divinos cuerpos. Ese lugar donde descansábamos de las palabras. Fascinadas por ellas mismas, aparentemente plenas, seguras de la redondez del mundo, de esas cosas que uno piensa por ya pensadas. Pues no éramos maestros de la duda. Estábamos seguros de la duración nuestra, de la historia inclinada hacia la intuición de que mueres por amor o no mueres.
Se contaba mucho entre nosotros los tiempos pasados. Que si fue aquella la primera vez. Que si habías visto como planeaba el águila sin motivo aparente. Extendía su cuerpo hasta alcanzar vuelo sus plumas. Le hacíamos señales con las manos. Así, con el movimiento natural de nuestro deseo. Estábamos fascinados por el vuelo. Trepar por los aires. Bailar con la vista. Anotar sobre los surcos de la vida nuestros sueños.
Hacia acá. Hacia tu mano. Hacia la nostalgia. Allí corazón flexible. Lucha de los círculos a fiebre alta. El origen. Nuestro origen. Empezaba a manifestarse como nunca visto. Otra vez más en su movimiento natural. Allí nos fascinaba el baile: ese lugar del cuerpo. Anotábamos con sudor sus vibraciones. Gran fiesta de la vida al ritmo de respiración súbita.
Se debilitaba el cielo en un momento de sorpresa. ¡Vaya orilla magnífica que a la vista ofrecía! ¿Eran nuestros ojos? ¿Era la eufórica vista de nuestro corazón? ¿O las olas de luz nos deslumbraban? Era tu color. Convencido. Se hallaba la vida pletórica de recuerdos. Una mesa, los muebles, las cortinas. Desde aquel ángulo, se veía ocupada nuestra vida con una pizarra mágica donde nada se borra. Se veían crecer raíces de sonriente nostalgia, flexible como el aire.
Se deslizó ligero el recuerdo hacia esa zona donde parecíamos miopes, orillas del nunca jamás vivido. Se debilitaba nuestro sentimiento de existencia, tan fugaz como las palabras. Por eso allí, prisioneros sin memoria, hacíamos piruetas para recobrar consistencia. Se nos escapaba aquello que pretendíamos recordar. Nos desvanecíamos antes nuestros ojos. Furiosos, tristes, alocados, nos apretábamos en multitud de abrazos en la vibración del recuerdo.
Me sostenías en tus brazos mientras el tiempo cíclico de la mente nos ponía al principio del corazón. Allá se abría la flor. De la edad la flor. De la tierra primigenia. Allá el amor del nunca atardece. El abrazo de la vida, su despliegue, la ternura. Allá se debilitó la crueldad la primera, se deslizó el color hacia el rosa, se llenó el árbol de esperanza.
En ese tono de voz imposible que siempre nos tomaba por la garganta y que tuvimos para contemplar. Allá, al fondo, los recuerdos. Allá sostuvieron nuestras cabezas el techo del mundo donde se junta la vida para demostrar que habíamos vivido. Era hora de cantar alto, en voz, alto, los ignífugos cantos que contuvo el corazón.
Nos gustaba por entonces doblar el tiempo como si fuese materia en nuestras manos. Índice del futuro, reconstruido a cada paso, sembraba hierba como en un pasadizo visible para nuestros ojos. ¡Qué amar! ¡Qué proyección! ¡Qué magia! Íbamos las manos llenas de esperanza. Íbamos en el tono de luz de esa que nunca atardece. Atrás, el pasado desgarrado, quebradiza piel como lejana huella.
Desierto. Tarde. De día, tarde. Sin sospecha de que aún llegue la noche. Tarde para el silencio común que es la tarde y para el suspiro de la noche. Viene sin sospecha en la mirada. Mirando al fondo. Porque la amaba. Miraba al fondo. ¡Como si el fondo no tuviese al final un agujero de tarde! Porque es la noche que veían completa y la tarde, esa tarde que entre los dedos se escapaba como bala perdida... tarde, dirían tarde.
Qué le pasa a la noche que preparando pensaba sin ti otra vez como estando debajo de la cama en una noche de casa encantada. Cada vez que te pienso, piensas. Goteo y olvido en el olvidarme. Para que te quedes dulce y fresa. Para que regreses ruinas por todas partes. A los pies de la vida. Habitación del viento lejano y fresco. Lejano mar, a veces. Multitud de mundo. Incomparable soledad. Sin tarde y ahora.
Era como si hiciésemos pompas de cristal, frágiles, bellas: huecos en el aire, a través del cual nos mirábamos. Sonreír. Tocarnos y sonreír. ¡Qué hermosa mirada nos contemplaba! No soy yo: era el mendigo que me habita. Nos habitaba la noche. Una hora sin ti, otra vez, pensabas. No tengo nada para darte. Aún menos pedías, en ese auge, torrente, agua, por el cual éramos arrastrados, otra y otra... Se estaba preparando el desastre; pero aún lejos; más lejos que el rayo o el trueno, la alta cascada. Tal vez tan lejos como las tierras de la otra vida.
Llevábamos las puertas abiertas, sus sombras, algo de aquellas miradas que las habían traspasado. Quedaban ellas fijas, perplejas, de piedra. Seguían cayendo las tardes sonrosadas. Se despertaban a su paso los recuerdos. Recuerdos casi de haberlo hecho, casi de cosas reales, con sus huecos de sol y sombras. Sonríen, dicen y mienten. Engañan como si esa fuese la realidad, ciegamente convencidos de su fantasiosa verdad, pues los hacen llorar, desconsolados como si en ello les fuese la vida.
Solíamos pasear en la confusión de nuestros pensamientos. Entendíamos al ruido, ese mimo de los gestos, joven e infantil como un niño sorprendido ante cada cosa, sobresaltándose con el gesto de huir, queriendo al mismo tiempo ser apresado. Llevaba la infancia pegada a sus ropas, con un andar casi infantil, sorprendido según los patios, las tardes, las puertas fijas y abiertas, pasaba delante algo como si nada.
El miedo de morir, los ojos. La luz se apoderaban del ellos sin que se pudiesen defender. A veces cortes. Ilusión de estar cegado, modo standby. Se alegraba de ese blablabla que producía la oscuridad. Alegre de lo ausente sin procedencia sonora también. Era amante de la larga marcha. Se unían a él los desconsolados. Todos con vendas de tela negra sobre los ojos y con grandes cascos que herméticamente estaban posados sobre los oídos. Iban en la misma dirección con pasos pausados, silenciosos y limpios.
Va ya el viento cerrando mares. Noches solas. Patios desbordados. Es lluvia de mar joven. Turno del baile. Acorralada noche. Nidos de luz que nadie conoce. Se apoderan los cortes de la tristeza. Hacen magia. Un resto de mente habla en un rincón sola. Ni se escucha. Ni existe más que en los susurros amantes.
Hacia viento. Aquel que la mayoría seguíamos sabiéndolo o no, cada cual a la manera que le había tocado en el lote de su entorno. Hay que decir que quien más quien menos ignorábamos esto. Pero daba igual saberlo que no saberlo: hubiésemos pensado lo mismo, pues creíamos que no estaba determinado -espejismo en el que cada cual vive tomándolo como exacta realidad. Pero es esa la realidad dicen a la que todo humano se encuentra encadenado. Es así la naturaleza humana. Una de las cuestiones más apremiantes era la manera de salir ilesos, o con heridas no mortales. En todo caso salir para tener ganas de contarlo.
Y hoy la mañana se queda sola. Iba encantadora sin saber de nadie. A pedir de la vida. A hacerse un maquillaje de tarde. Para participar con los edificios en la jugada de las piernas, toca tambor y guitarra, rodeados de vecinos, así se había montado la fiesta. Recorrían las sombras las paredes más grandes que las candelas de leña de puertas viejas que algún truhan sonriendo había con un martillo destrozado.
Era una celebración tu vestido, definitiva, audaz. Andabas por las calles los brazos al viento como en un juego de hojas, un juego de arena y playa, definitivo viento siempre presente. Esto sucede aún ahora en el recuerdo, con sus largos pasos, sus laberintos, su afán de no estar solo. Y grita el recuerdo: quiero quedarme, no me sientan bien los laberintos solitarios, con sus calles que nadie ha recorrido, laberintos de falsas palabras de cartón piedra, más duros que el mármol. No quiero quedarme en este mar de pasos que nunca han estado porque son pasos fuera del recuerdo donde es leve mi presencia.
Su pelo mojado le llegaba hasta su boca. Se escurría como cera hasta sus manos. Los pies de piedra. Acababa definitivamente con todos los momentos. Le duraba poco la tarde, casi nada quedaba en sus alrededores: ni los grandes parques, con sus árboles mirándola perplejos, ni los abrazos de los parques. ¿O era su contorno lo que no hacía bordes? No sé. Se preparaba toda la vida como para hacer fuego con los restos -para no recordar; algo así como cenizas y vida nueva-. Era como celebrarse a así mismo: una fiesta de alegría sin cosas, solo el esencial equipaje para un ratito en la vida.
Tuvo que olvidar los recuerdos; su hilo de palabras. Perdió entonces la indiferencia, demasiado grande, inflada; algo así como lo que crece desbordándolo todo, invasión de la boca, de los ojos, las manos llenas, reseco el corazón, un pegajoso dulzor que no se olvida fácilmente.
No estaban allí todas las esperanzas. El aburrimiento ausente. El sosiego de las impresiones. Y aquellas manos entumecidas por la brutalidad del hielo, la piel abierta a punto de reventar. Parecíanle la tela armas recias; las uñas, anclas de carne. Una mezcla de memoria de cosas pasaba por el tacto tan invisible que nadie podía haber afirmado su existencia.
Iba y compraba cuando todo estaba cerrado. No le quedaba otra opción que entrar por la puerta trasera. Le subía la adrenalina de los pies a la cabeza como un chute de alta tensión. Aún permanecían las ventanas cerradas, con cara de no quiero saber nada de la calle; ¡como si no fuese a salir! Eso no se lo cree nadie. El calor se concentraba, sobre todo en la cabeza bajo el pelo: casi un picor mordiente que no te permite pensar en otra cosa. Nervios y desazón. Intranquilidad progresiva mientras avanza el amanecer. Tenía que salir. El lo sabía. En algunos de esos momentos del tiempo saldría y surgiría otro yo vivencial con repentinas sensaciones. Algo así como que el próximo acto sería como siempre gratificante. Después vendría la calma; esa calma que no se parece en nada a todas las demás calmas. Se entumecía el dolor, tanto el físico como el del alma. El inconsciente se despojaba de sueños. Dejaba la mente como si este fuese el primer momento vivido. Un momento sin antecedentes: limpio como el empezar.
De tanta espera se hace el tiempo como la piel espesa. Nos tenía despiertos, ojos abiertos y garras. Tal vez, casi asustábamos nerviosos truhanes hambrientos de bocanadas de la vida. Parecía nuestra distracción la madre de todas las cosas, huidizas y ligeras. Husmeábamos en cada ventana abierta como el que busca encontrar escena para el deleite; pero nada más mirar nos venía terrible decepción inaguantable; madre esta del profundo tedio de la vida cuando el amor no lo ocupa. Gracias a Dios, ya era noche casi cerrada, empujaba casi a la vez ambos párpados, mientras se anunciaba el largo bostezo de la noche.
No creíamos en la fiebre del sudor hasta que nos llegó. Nos llegó así como la lluvia. No muy lejanas estaban las sorpresas de las sombras. Allí, en el lago, se realizaban los hechizos. De ellos vivíamos tras cada fracaso. Despiertos, mientras llegaba la noche, antes de que se revelaran los sueños, y nos dejaran solos con nuestras pequeñas cosas, tuvimos que vivir con los restos que nos dejaba la vida.
Amenazábamos siempre con la eclosión de las palabras. Así como el perfume; el nuestro, de nuestros cuerpos enlazados. Era la cama como un devenir, llena de gatos en celo, rabiosos, furiosos, así. Chillaba la fiebre: esa enfermedad de deseo, de la satisfacción. Sequedad de boca y agua, bebidas hasta congelarnos los labios. Nos esperaba una larga noche tremenda.
Del baile de los locos. Febril orquesta dando ritmo a los delirios razonantes. ¡Parecíamos tan normales, bellos y semejantes, que creíamos que eran las cosas quienes desvariaban. Como por ejemplo. Los microbios nos como como el vampírico parásito se como a su huésped mientras daban vuelas de colores como la brillante ruleta de casino. Recordábamos los ruidos como si fuesen imágenes de la misma manera que algunos recuerdan. Daban vueltas las puertas de las casas alrededor de las plazas como si estuviesen en un baile. Recordaban otros las veces que sus pechos eran protuberantes, así, como sintiéndose mujer en su naturaleza equivocada. En los espejos se miraban fingiendo llevar vestidos psicodélicos, tal vez bajo el efecto del prolongado tratamiento. Comían otros los ruidos como si fuesen deliciosos pasteles, delicias para sus desdentadas bocas de psiquiátrico. Había también los que contaban su maravillosa infancia a aquel con quien se encontraba en el jardín o en los pasillos, siguiéndolos por todas partes a pesar de los golpes recibidos; porque su vida chapoteaba en su mente como maravillosos juegos de jardines encantados. Habían los que creían que las cosas salían y se metían todas en su cuerpo, placenteramente para unos, con terrible dolor para otros, algo así como estallidos de volcanes o como encarnadas sinfonías. Para muchos no existía diferencia entre interior y exterior, algo así como un océano de fluidos de líquidos, elástica carne y objetos sin rigidez. Tornaban en agitado torbellinos los gritos y las emociones, a la vez, aunque ellos parecían vivir en el espeso silencio. Sorprendente era aquel que ponía sin pausa alguna, día y noche, con gran dilatación de los orificios de su cuerpo, huevos semejante a los del avestruz.
Mejor un buen futuro que el triste pasado. Mejor cada momento absorto, embebido, ruin para vivenciar la vida en cada detalle. En esto, como siempre, se veía lento el viaje: ¿dónde? Siempre se borraban los pasos: esa tierra que incuba la propulsión del futuro; esa eclosión que a veces es solo exterior: este enfermo de la enfermedad de las estaciones, los ritmos yendo a su bola loca, la pública fiebre que no acepta lo estacionario: orquesta de los recuerdos en los casinos de la pérdida: temblor de los nervios secos en el agrietado banco de madera. Más valdría que la nieve ahogara, la boca bajo el frío nivel, manos en los bolsillos del viejo abrigo conseguido en aquel centro de beneficencia. Tendría que volver; pero no, no; debería congelar la sangre antes del amanecer; precipitada ante la mirada de los policías locales que acaban de pasar en su esplendido coche. Le hicieron una señal, como indicándole que las ordenanzas prohibían pernoctar en los jardines, al aire público también: nos indicaba esta última frase (bien construida pero aparentemente sin sentido), debido a que la llegada del aura, aquella enfermedad que le sacudía hasta los cimientos, le indicaba el principio de la elaboración de los delirios sobre la secuencial combinatoria de los números probando el azar a su gusto. No tenía tampoco a donde ir, o eso le parecía a él. Creyó descubrir una secuencia. Sacó la libreta donde las apuntaba. Esa misma que poco después se escurría entre sus dedos.
Pasar y pasar. Entonces. Después: varios volveré, "estate" seguro, porque te lo digo en contra de lo que puedas pensar. Ese no volver que nos atormenta. Pues las calles parecen ir despacio, demasiado despacio. Si recuerdas les poníamos nombres hasta llegar a la Calle de la Desesperación. Veíamos también como cada puerta se alejaba, insegura sobre si quedarse. Mejor pasa desde lejos el tiempo: sin reloj que nos marque la hora del dolor. Cada vez más lejos: como si retrocediese el Tiempo en el espacio, dejándonos solos, sin amenazantes marcas.