Y le enseñó la vida ignorante lo menos posible. Y no es un cuento de Navidad como cualquier otro historia de la vida. Y esto quedó. Verdina azul de los caños abiertos sobre las paredes. Otros mezclados con verde jabón tras pasar por la vieja ropa tiesa y sudada. Un ácido olor. Un espumoso riachuelo. La vida de la piel desprendida flotando hacia el atajo del camino. Fuera verano o invierno siempre corría. Corría al lado de zapatos mudos, sin su consentimiento; y era este uno de los caminos de aquellos pies que nunca llegarían a ninguna parte, a pesar de haber recorrido todos aquellos que aparecieron en cada final de las esquinas.
Como cada hora. Así como la piel habla, así pasan esas horas. De tu voz, de tus hombros, de tus mundos. Allí reluces. Y dueles como el dolor de la tristeza. Más allá del amor propio traicionero. Del orgullo que no entiende. Luces como una confesión auténtica.
Desordenado y blanco. Es la ciudad. En ella, allí. En la ternura de su futuro. Allí, en su misterio. Al borde de eso que no se ve. Allí, paseas como si nada. Silenciosa y desafiante. Paisaje del amor que madruga. Cuelgan los árboles del cielo azul. Como horas impertinentes. Como piel vegetal que marea.
En esa parte ciega. Y de repente, ansias. Ansias desbocadas del cuerpo. Como citas de entusiasmo y de ti. En desorden como una colmena. Como un campo de flores locas cantando a la vida, al futuro de cada hora. Es allí donde te veo como el brillo que va de pétalo en pétalo.
Consejera de mis ojos. Bienestar de mi garganta. Mi secreto. De repente me toman tus ojos, tomo nombre y existencia. Ansias de ti. Desbocadas y locas. Como un ojo ciego hambriento de luz.
Oculta como la sombra de la Luna. Como sus llamados a la noche. Los saltos del espacio. Espalda de lo oculto, de eso que ignoramos y nos come. Fue la bienvenida de tu boca, carne anticuaria de lo valioso desconocido. Por ti. Por la fortuna de tus crujientes dientes. Por tu piel tersa, aquella que me ama sin conocer las palabras. Estuve, a veces, en tu garganta sobrecogida siendo alma de insospechado vuelo, mágica como una mujer a quien no le apetece las sombras.
Y tú y yo en acuerdo con el mundo, la vida. Cada día creada. A prueba de la vergüenza, del mundo sin sentimientos. Nos hacíamos fijos de la causa. Cuello alto y relajado. Íbamos como un sonido fugaz y sedante. Manos a la obra que disuelve los obstáculos. Sin darnos cuenta bajo nuestros vestidos, ropajes de la apariencia, nos llenábamos de palabras temblorosas. Piel dilatada que acoge al mar. Ilusiones. Hermosas caminatas donde la sombra brillaba.
De tal cuerpo, tal sombra. Y sus caminos. Y sus salidas hacia el mar. Sal de las blancas cicatrices. De la puesta a acuerdo con el sufrimiento. Ya bastó suficiente carga, y el dolor se apacigua. No me diste solo el amor sino la vida; el acuerdo con el mundo, la receta. Cada día conviertes la sospecha en superficie, más allá de los subterráneos laberintos. Puesta de largo de todas las noches turbias.
Luego, pues, existes. Y tus palabras existen. Y largas como una luz creciente. Tu herencia. Ese movimiento que nace. Demasiado tiempo viví sin. Descubierto. A pelo en la vida. Cubren tus brazos la vida. Sin incertidumbre. Y entiendo las ondulaciones de tu alma. Las pulgadas de la bruma de tu pecho. Sobresalen sobre las sombras del camino. Blancas como un acuerdo. Sin cicatrices.
Cuando sobresales. Como demolida por el desamor. De tu celda de labios malentendidos. Con tus manos cohibidas. Con tu piel relámpago. Limpias el aire. Luego te esclareces como mañana, limpia y alta. Existes, para mí existes. Con demasiados brazos. Con ambos golpes de calor. No sé si me estoy en ti enredando. Si estoy en tu letargo o es un sueño que ayer tarde tuve.
Del clima. Del umbral y del amor del cuerpo. Era nuestra soledad viviente y sola, orgullosa, fiera y arrebatada. Consumía advertido aire; a veces, dolor: cuestión de clima y refugio. Echábase a soñar como si la tarde estuviese sola. Más allá olía a horizonte. Más acá, a hierba perdida en un rincón de la amplia llanura. Estaba ella con labios de aspereza. Con cómodas respuestas. Al tiempo que viene por allá donde la vista acaba. De vez en cuando mira, calcula la lenta distancia, suspira, vuelve la vista hacia su falda, la alisa y tiende hasta que el fino borde acaba sobre la dura planicie de la carne.
Nuestros ojos, nuestras manos eliminan el espacio. Derivas de amor. Nos crujía el frío. Se nos caían los abrazos. Y los lloros eran agua para beber en aquel desierto. Caímos en el precipicio del beber, entre bocas apenas esbozadas. Era la asfixia de la fuente convertida en espejo. Jugaba, como un monstruo, a engañarnos. Nos prometía promesas que nunca llegaban... y refugios para el dolor. En ese extraño clima, buscábamos nuestros labios entre tanta soledad.
Intermezzo. En los cuerpos lejanos se desintegra. Dos relámpagos de ojos. Dos caídas de bocas. Ahogándonos en la saliva rezábamos para quedarnos ahí en modo infinito, en modo de ti, de mí. Torre perfecta del aire, perfecto olvido. Descarriado ya lo que anda por la cabeza. Moviéndose como golpes de tortura, donde se oye los inmensos golpes de mar gruesa. Y nuestras manos, al viento de los ojos, aletean como palomas viajeras tempranas.